Esclavos de la Heredad Libro 1, Cómplices de Nelvis Ghelfi
Si a los quince la viruela le había marcado parte del cuerpo y el rostro, a los veinte le había amargado el espíritu y para los veinticinco ya se le había pervertido el verbo; por eso, en contra de toda lógica, sus padres, Bruna y Apolonio Espasa, comerciantes de San Telmo, accedieron gustosos a que se recluyera en una pequeña casa en las inmediaciones de Santa Fe, con la única condición a través de firmes promesas y juramentos por parte de la joven que, como mínimo asistiría a misa todos los domingos.
Como toda compañía se llevó, obligada, a la vieja nodriza que en última instancia, no molestaba y no objetaba nada, ya que vencida por la setentena, estaba casi desprovista de oído y visión, aunque no del sentido religioso, pero eso era lo de menos.
De ese modo comenzó una nueva etapa de su vida, Aurora Fabia Espasa Doliva que a la postre, todos conocerían en la región como Auri.
Pasaba sus días recorriendo los alrededores. Solitaria y exenta de las miradas curiosas y en algunos casos horrorizadas.
Disfrutaba de la naturaleza que crecía exuberante y desordenada, ajena a todos los principios de civilización; de los arroyos que se formaban en época de crecida y que en el aislamiento, le permitían refrescarse e incluso darse algún que otro chapuzón que tanto apreciaba pues, más que refrescar el cuerpo, le limpiaban el alma.
Gozaba bajo una buena sombra, de la lectura que comenzaba a descubrir.
En la casa paterna no hallaba sosiego con nada y los libros nunca fueron fuente de inspiración para la familia, dedicada al comercio, lo único que se tenía en cuenta eran los diarios y periódicos, alguna que otra cartilla comercial y los libros de ingresos y egresos, nada inspirador para una mujer joven.
De este modo lograba poco a poco una pizca de tranquilidad y equilibrio en su nueva vida, aunque, lejos estaba aún de ser soportable y educada de acuerdo a los cánones sociales de la época.
Por su parte, Nucha, la niñera, traqueteaba lenta y feliz en la cocina. Aquí no había imposición de horarios, ya que la muchacha comía cuando le venía en ganas, dormía cuando el sueño aparecía, jamás había invitados y ella, con sus años viejos, no tenía fuerzas ni ganas para discutir con Aurora. Además, podía fumarse todos los puros que quisiera a la vista de todo el mundo, es decir de Auri y de la naturaleza, puesto que nadie aparecía por la casa, ni por los alrededores.
Poco le importaba a Aurora lo que hiciera la anciana siempre que no la estuviera atormentando con posibles candidatos a casamiento, colaciones sociales y estupideces por el estilo.
Por eso en nada extrañaba su vida anterior y no la mortificaba el hecho de estar viviendo hacía ya dos años y medio lejos de sus padres y hermanos, sin que estos vinieran a visitarla, claro que tampoco ella los invitaba en las cartas que intercambiaban una vez al mes.
El primer año había cumplido a rajatablas el compromiso religioso adquirido, pero a medida que a la pobre Nucha se le hacía cada vez más difícil el trayecto a realizar para llegar a la ciudad en sí, la asistencia a misa dejó de ser semanal para transformarse en quincenal y a partir del segundo año ya era mensual.
Temerosa de ser desaprobada y castigada por los señores Espasa, Nucha, jamás mencionó este hecho en las pocas líneas que agregaba a las misivas que la señorita enviaba como parte de un contrato mudo para que sus progenitores, en especial su madre, la dejaran en paz.
Después de tres días de lluvias intempestivas, o no —Aurora aún no podía o no sabía reconocer el clima santafesino—, el sol apareció refulgente y opresivo. No cuestionó que apenas fueran los últimos días de agosto, que el invierno estaba sólido aún instalado; con la humedad que se levantaba después de la lluvia, hasta en pleno julio buscaría algún arroyito que se formara con el agua caída en esos días y si no un chapuzón, al menos mojaría sus pies en él.
Salió dando un portazo, con un libro que halló abandonado por los antiguos dueños de la casa que alquilaba y con dos naranjas en los bolsillos, se internó en la naturaleza.
Hacía tiempo que no cubría su rostro, como a diario debía hacer en Buenos Aires para salir a la calle; claro que esta calle —o mejor dicho, este sendero— solo lo recorría ella. Durante todo el tiempo que llevaba viviendo allí jamás se cruzó con alma alguna.
Cuando iba a la ciudad para asistir a misa, lo hacía con una mantilla negra de encaje bien tupido y al salir de la iglesia, se calzaba un sombrero sobre un pañuelo que anudaba bajo el mentón y así hacía las compras necesarias.
Si alguien la observaba que fuera por ridícula y no por monstruosa.
Pero en Santa Fe, pocos prestaban atención a esta joven hosca y bastante despectiva con la que en un principio intentaron sociabilizar y ante su descarado mal talante y lenguaje grosero, pronto la dejaron en paz. Otros eventos más relevantes ocupaban, en esa época, la atención de los habitantes.
Todo el mundo hablaba del deteriorado gobierno nacional y de la posible unificación de la Unión Sindical Argentina y la Confederación Obrera Argentina.
El proletariado esperanzado y eufórico lo aclamaba como un hecho, los oligarcas conservadores, temerosos aunque confiados todavía del poder que tenían sobre los trabajadores, lo comentaban a medias.
Y, expectantes, ambos grupos esperaban los acontecimientos. Unos esperanzados en los buenos pasos que debería dar el gobierno y los sindicatos, pero que se demoraban, otros en que no los dieran jamás.
En este último tiempo, la industria láctea comenzaba a prosperar en la zona, del mismo modo que la industria aceitera.
Parecía contradictorio ya que el país enfrentaba una situación económica lamentable. Pero esto hacía que surgiera, más por necesidades básicas que ganancia monetaria, una serie de pequeñas industrias familiares, que de alguna manera con poco gasto, pues la materia prima la tenían, poca maquinaria y herramientas requerían, y la mano de obra eran los integrantes de las familias, paliaban la economía del hogar.
Aunque como en el caso de las pequeñas empresas lácteas, a medida que avanzaban, se agregaban dos o tres personas más, casi siempre aquellos parias que venían de las provincias más empobrecidas aún y que, por comida y un mísero emolumento, se sentían felices y dispuestos a trabajar.
Además, el trabajo portuario continuaba, aunque este sí que estaba en un proceso menguante. Los pequeños emprendimientos industriales como la fabricación de bolsas, trenzado de suelas para alpargatas, y tantos otros que el ingenio o la necesidad de la gente inventaba, y que como mínimo afectaban a tres o cuatro empleados, de alguna manera, sostenían la frágil economía regional.
Fácil era conseguir mano de obra barata, ya que centenares de trabajadores llegaban a la«ciudad puente», paso indiscutido para llegar a Buenos Aires, traídos por el desempleo de las provincias del norte y noroeste del país, que día a día se iban despoblando más.
Muchos se asentaban allí porque en verdad lo que necesitaban era mantenerse, comer, vestirse, no importaba en dónde y si Santa Fe les proveía los medios necesarios para subsistir allí se quedarían, de lo contrario, continuarían su camino.
Todos estos acontecimientos dejaban libre a Aurora de la curiosidad que traía aparejado el aburrimiento cuando en un pueblo o ciudad no pasa nada.
***
Y mientras, ese último domingo de agosto casi a mediodía, ella chapoteaba jubilosa en el arroyito, don Gustavo Del Pinar, junto a su esposa e hijo, recibían en la casona del bulevar a un emisario del partido radical.
—Si no renuncia, caerá por su propio peso, o el peso de su mala interpretación de lo que puede hacer un pueblo con hambre —decía el emisario.
Gustavo Del Pinar, escuchaba con mucha atención y reflexionaba sobre dichas aseveraciones; Alfonso Del Pinar, en cambio, disfrutaba con esas palabras mirando a su padre. En muchas ocasiones ya le había advertido de esta situación y se felicitaba de haberse mantenido en esa posición, ahora su padre le daría más importancia a sus opiniones.
«La única forma de salvar nuestros intereses, es estando con el poder y si esto sigue así, el poder pronto lo tendrá el pueblo», le había dicho en varias oportunidades a su padre cuando analizaban la situación económica del país a través de los periódicos.
Ahora llegaba Pablo Ocampo a reafirmar con los acontecimientos de última hora, lo que él sabía de antemano y su padre hacía caso omiso de esas advertencias.
—Además —continuaba Ocampo—, como si esto no fuera suficiente, se le está exigiendo al gobierno nacional, que tome las riendas sobre cuestiones provinciales cuyos gobiernos no hacen nada, porque es posible que haya intereses económicos de por medio, que dejan a la provincia en una encrucijada difícil de superar.
—¿Por ejemplo? —inquirió don Gustavo.
—En el caso de esta provincia, se le está exigiendo al gobierno nacional que investigue sobre los casos de prostitución en las islas, si me disculpa la señora por mis palabras un tanto groseras —dijo mirando a doña Eugenia.
Doña Eugenia, no podía ocultar su desagrado respecto a este Ocampo, notaba en cada ademán, cada palabra lo aburguesado de este personaje. Ella, una Alborada Mercado, nacida en una de las familias del más rancio abolengo santafecino, no concebía sentarse a compartir una mesa que no fuera con personas del mismo linaje o al menos aristócratas que, aunque venidos a menos, aún conservaban los buenos modales.
Pero... ¿¡qué sabía ella de Pablo Ocampo!?
La suavidad de las sedas con que estaba ataviada, contrastaban con lo áspero de su mirada en la marmórea expresión de su rostro.
Suficiente tenía ya con soportar las disputas maritales que las diferencias de castas habían acarreado a su hogar.
Ella, una aristócrata que por cuestiones económicas y obligada por sus progenitores, hubo de casarse con un terrateniente cordobés. Si bien el matrimonio oxigenó la economía familiar, no aportó apellido ni estatus.
Ella, que jamás hubiera tolerado compartir su mesa con la chusma, ahora estaba obligada a hacerlo por su propio esposo.
De lo único que estaba agradecida es que de esa unión naciera Alfonso, su único hijo, amado y consentido por ambos.
A veces en la intimidad, se le escapaba alguna lágrima cuando pensaba que a pesar de tanto esfuerzo y amor puesto en ese niño, no tuviera su merecida recompensa.
Tanto tiempo alejado del seno familiar para que se instruyera, para que terminara la carrera de abogacía en la mejor universidad del país, tanto sacrificio para que terminara desperdiciándose como jurisconsulto del gobierno de Cello, la desesperaba.
Ella lo había traído a este mundo para gobernar sus tierras, sus dominios, su gente... tal vez un pueblo, no para que un médico con mediocres ideales políticos le pagara un sueldo. Pero su padre lo había aprobado y ella sabía que era imposible discutir con Gustavo, un tozudo y codicioso estanciero con ínfulas de poder metido en la cabeza.
***
En todas estas cosas pensaba doña Eugenia, mientras Aurora ahora, apoyada en un tronco, exponía sus brazos y piernas al sol y se asombraba de sí misma porque se descubrió tarareando una melodía antigua que Nucha siempre silbaba cuando barría el patio. Así se durmió acompañada del trino de los cardenales y un hocó silente que anidaba sobre el árbol cercano al arroyito.
Se despertó cuando el sol marcaba la media tarde y el sonido de unas voces acompañaban el ritmo de sus cabalgaduras.
Se ocultó como si fuera una delincuente. Aunque sabía que no estaba dentro de su propiedad, no era ese el motivo que la llevó a tomar esa determinación, sino la sorpresa al descubrir después de dos años y medio de vagar por los alrededores, que otras personas podían aparecerse por el lugar y se viera expuesta a burlas o lo que era más doloroso, a tener que contemplar rostros llenos de repugnancias mal disimuladas cuando la observaban.
Los vio pasar: tres cabalgaduras, de las cuales dos era evidente que disfrutaban del paseo, la tercera apenas si se sostenía sobre la propia.
—¡Vamos Ocampo —decía el hombre joven mientras soltaba una carcajada— no se amedrente! No le tenga miedo, que esta yegua es mansa y no lo tirará al suelo.
Los cardenales alzaron vuelo asustados por el sonido, incluso el hocó giró sobre el árbol para volver a asentarse, apenas hubieron pasado.
—¡Basta de burlas Alfonso —replicó un hombre aunque maduro, de gran porte sobre la bestia—, más que bien monta por ser la primera vez!
El hombre que iba entre ambos parlantes, solo sonreía para disimular el miedo y se sujetaba con fuerza tanto de las riendas como de las crines del animal.
Aurora, escondida entre los pastizales los observaba con curiosidad y a la vez embelesada por el sonido de esa carcajada que le pareció clara, fresca y a la vez varonil.
***
Si doña Eugenia hubiera estado allí observando el rostro de Aurora, se hubiera persignado más de una vez y hubiera hecho lo imposible para que su hijo no volviera a ese lugar.
Pero doña Eugenia apenas si soportó hasta los postres a Pablo Ocampo y alegando jaqueca se retiró a sus habitaciones de las que no salió hasta que el hombre hubo partido.
No podía controlar el desprecio que sentía por personas como Ocampo, personajes que se prendían del poder a través del dinero.
Ella concebía el mundo político desde su educación teocrática; lo mismo servía para la humanidad: estaban ellos, los iluminados, entroncados por la sangre a lo divino, seres superiores, y los otros, el resto que no necesitaba de otra cosa que no fuera el alimento suficiente para servir a esos seres iluminados; para ella no tenía sentido darles viviendas, instrucción, incluso una educación religiosa porque eran tan poca cosa que los sabía indignos de Dios.
Y Ocampo era uno de ellos y doblemente reprobado por intentar escalar a un lugar que no le correspondía. Como él, creía doña Eugenia, muchos había que se trepaban como plantas parásitas a una escala social que no les era concedida por derecho de sangre. Los veía como herejes, seres endemoniados que perturbaban la paz de los verdaderos hombres.
Entre ellos también estaba el tan mentado Hipólito Yrigoyen y sentía el mismo desprecio por él que por los demás, aunque fuera el presidente de la Nación.
Cierto era que mucho se cuidaba por esta época de hablar al respecto, tanto Gustavo como Alfonso le habían recriminado semejantes comentarios que bien podían empeorar su situación financiera.
Sonrió al pensar en ello, al fin y al cabo muy pronto le darían la razón, ningún abogaducho de mala muerte, venido de una clase media baja, revoltoso y escalador igual que Ocampo, podría gobernar una nación y eso era evidente en estos últimos tiempos. Ya su esposo y su hijo no tenían tanta confianza en su poder, ya no apoyaban en forma abierta su gobierno.
Ella podía entender a su hijo, joven, impetuoso, inexperto, que creyera en el poder de Yrigoyen y las masas. Pero a su esposo no, a veces despreciaba la actitud de Gustavo porque en el fondo siempre fue un conservador, un oligarca, que se pegara a la fuerza oficialista, que se vendiera al mejor postor por mantener su fortuna lo hacía merecedor de su secreto desprecio y de la distancia que separaba a un terrateniente con un apellidito más o menos conocido en el interior, con una dama, como ella, nacida en la cuna de la más pura y rancia familia santafecina.
Había muchas otras maneras de mantener la fortuna, sin mostrar las hilachas que, lejos de sumar, restaban a la ya decaída casta con su llegada a la mansión.
Si doña Eugenia hubiera sabido que en ese preciso momento, Aurora recorría el sendero que la llevaba a su casa, pensando en su hijo, tratando de recordar cada momento para saber si había logrado ver el rostro de ese hombre joven que montaba con una elegancia despreocupada, tratando de retener el sonido de esa risa..., se hubiera espantado.
***
En efecto, en ese instante Aurora regresaba a su casa que encontró silenciosa, llamó a Nucha, pero no le respondió, la descubrió en la galería que daba al norte de la casa, dormida con una palangana en el regazo con una buena cantidad de chauchas que estaba limpiando. Sus ronquidos le causaron gracia y la sacudió con fuerza para que despierte.
—¡Eh Nucha, despertate mujer!
La anciana abrió los ojos asustada, pero al verla sonrió.
—¿Dónde estuvo señorita Auri? —preguntó desperezándose—, me dormí esperándola.
—Ya veo, ya veo, —contestó risueña Aurora, y tomándola de un brazo— vení, vamos a la casa que voy a preparar un té, tengo hambre.
—Y claro si no ha almorzado todavía, pero deje que el té lo hago yo —dijo la mujer poniéndose de pie con esfuerzo y mirándola a los ojos—, ¡pero, qué bien se la ve! ¿Ha descubierto algo nuevo, qué le sucedió para estar así de contenta?
Aurora no contestó, reflexionaba sobre lo dicho por Nucha y descubrió que tenía razón, algo que aunque no podía asegurar qué era, había cambiado su ánimo. Supo entonces que nada volvería a ser como antes y no sabía si reír o llorar.
Despejó su mente, para no pensar más en ello, comenzó a preparar el té a pesar de los rezongos de Nucha.
—¡Basta Nucha —dijo—, quedate quieta ahí! Hoy estás cansada, lo hago yo.
Pero la mujer nada contestó, se había vuelto a dormir, Aurora sonrió, muy vieja estaba ya Nucha.«Buen negocio hizo mi madre al endosarme a esta pobre vieja», pensó. Pero no le importaba, era evidente que para su familia las dos eran una molestia, era obvio que el hecho de alejarlas de la casa, había sido un alivio.
Si para su madre fue un alivio, para ella desahogo y liberación, si hubiera permanecido más tiempo en San Telmo hubiera terminado por odiar a todos. No le eran desconocidos los vanos esfuerzos que durante un lustro hizo su madre para conseguirle un esposo; esposo que ella no aceptaba por miedo y desprecio a sí misma. Se tocó su mejilla derecha y sintió las oquedades en su piel, se estremeció, recorrió con dedos temblorosos su cuello y su hombro...
—No es tan espantoso como cree señorita —dijo Nucha que había vuelto a despertar.
Aurora cerró su mano en un puño y se levantó de golpe tumbando la silla en la que se hallaba sentada.
—Siempre te metés en lo que no te importa —dijo con acritud y le puso la taza sobre la mesa—, comé y tomá el té antes que te vuelvas a dormir.
La anciana sorbió un ruidoso trago de té y continuó:
—Sí que me importa, por eso me meto. ¿No cree que ya es hora de dejar de pensar en lo horrible que cree que se la ve? La mayoría de las veces lo que espanta a la gente que se le acerca no son esas marcas sino su carácter.
—¡¡¡Ya está bien Nucha!!! —gritó alterada Aurora, no soportaba hablar del tema mucho tiempo—, es hora que termines tu té, porque no te voy a tener la vela hasta el atardecer.
Pero Nucha no prestó atención a la joven y continuó:
—Ya sé que se le hace difícil conseguir un marido, pero, ¿a quién le importa tener un hombre cerca? Yo sé que eso es lo que debe perseguir toda señorita de bien, pero aquí he visto muchas mujeres solas y no he escuchado comentarios raros.
Aurora trataba de contener la ira que esta conversación le provocaba. Nucha lo sabía muy bien, pero también sabía, que la actitud de Auri frente a la vida, no la llevaría a buen puerto, era hora que alguien le abra los ojos.
—Mire —continuó impertérrita—, no necesita tener marido, pero puede tener amistades, yo ya estoy vieja, míreme, me duermo a cada rato. ¿Cuánto tiempo más cree que voy a durar? Además, ya no soy buena compañía. Búsquese amistades que la entretengan, señoritas de su edad y caballeros también con los que pueda hablar de cosas interesantes, de esas cosas que yo no entiendo. Usted sabe tocar el piano de maravillas, prepara unas tortas riquísimas y el té... bueno, para eso le falta un poco de práctica o paciencia, siempre le sale aguado, pero se lo preparo yo. Invite gente a pasar una tarde y verá lo bien que se lo puede pasar sin tener marido.
Aurora furiosa le sacó la taza de la mesa.
—¡Ahora sí que me cansaste, andá a dormir de una vez y dejame en paz!
—Bueno, señorita, si no quiere entretenerse, por lo menos haga algo útil, hace dos años que vive como un parásito, como esas señoritas de las que tanto se quejó cuando vivíamos en Buenos Aires. Igualito, igualito que ellas pequeña Auri.
Dicho esto la anciana se levantó y se dirigió a su habitación.
—Ahora me voy a echar una siestita, así usted piensa tranquila y yo descanso para preparar la cena.
—Nada hay que pensar —dijo ofuscada Aurora—, no dijiste más que tonterías y no te preocupés, dormí tranquila que prefiero cocinar yo antes que tener que escucharte otra vez. ¡Parásito yo! Si tengo que hacer el trabajo que vos no hacés por vieja y gastada.
Sin embargo, Aurora sabía que Nucha le aconsejaba porque la quería y pensar que, si se relacionaba con personas del lugar, quizás con el tiempo podría enterarse de quién era esa risa que todavía la perturbaba y que tenía por nombre Alfonso, hacía que revalorizara esos consejos.
Salió a respirar aire fresco, las caléndulas y los malvones florecidos delimitaban el patio, luego a la izquierda, los árboles frutales, y a la derecha, la quinta. Aspiró hondo, sintió como se llenaban sus pulmones, aunque el frío todavía se hacía notar, se presentía la primavera en el ambiente, los aromas eran penetrantes y húmedos y descubrió que tenía ganas de ser feliz, que quería sentirse una persona igual que las demás... aunque no tenía una idea clara cuando se refería a ser feliz. No recordaba qué era la felicidad.
Decidió entonces que cualquier día de estos, iría a la ciudad, haría algunas compras y, ya que estaban a finales de agosto, también iría al correo, seguro que alguna carta de sus padres ya la estaba esperando y, entre trámite y trámite, espiaría a la ciudad.
Comenzó a preparar la cena.
«No está mal —pensó—, nada mal un paseíto para ver en los escaparates la ropa que usan las señoritas, qué hacen en la calle... No, no está nada mal». Y mientras las papas al orégano, crujían en la asadera, comenzó a preparar la mesa: colocó el mantel, los platos, cubiertos y rebanó el pan.
***
Lo mismo hacía Alfonso, a tan solo medio kilómetro de allí, en una guarida que tenía y que utilizaba para invitar personas no deseadas por su madre, como sus amigos de juerga, las amiguitas del entretenimiento profano; y los«Ocampos», los hombres o mujeres, con las que deseaba hablar de cosas que le interesaban tanto a él como al país y que su madre en modo alguno aprobaría la presencia de estos en la casona del bulevar.
Por eso, llevó al visitante a una noche rústica, noche de campo, con los sabores, los manjares de la zona y el buen vino.
Ocampo, lejos de despreciar semejante invitación, aceptó gustoso. Había mucho de que hablar con este joven aristócrata. Él no era ningún tonto, se percató en el acto de que, si quería obtener el apoyo de la familia Del Pinar para los fines que le fueron encomendados, debía ser aceptado por el joven, lo demás vendría por decanto.
Don Gustavo, era un hombre fuerte, sólido, tal vez de palabra, eso se vería con el tiempo. Pero era evidente el orgullo y adoración que sentía por su hijo. La madre, no contaba, esa clase de mujeres podrían influenciar en el mundo social e improductivo, pero para los eventos políticos que se estaban gestando no, es más, significaría un lastre.
—Vamos Ocampo —dijo Alfonso cuando terminó de rebanar el pan y lo acomodó en una tabla con embutidos de toda clase y trozos de un sardo delicioso ya a la vista—, sírvase y que le aproveche, pero resérvese para el asadito que allá en el patio están preparando los muchachos.
Y mientras Ocampo deglutía con sincera satisfacción, Alfonso ya le llenaba el vaso de un tinto seco. Pablo disfrutaba con estas atenciones, sabía que el muchacho lo estaba adulando, que algo planeaba y estaba ansioso por saber de qué se trataba.
—¡Exquisito, exquisito! —decía sonriente—, pero ¿a qué se debe tanta atención hacia mí, un hombre de poca monta, apenas un simple portavoz de los allegados del poder?
—No se menosprecie tanto amigo —dijo sonriendo Alfonso—, usted no es de poca monta, eso lo sabe cualquiera que se interese por el país y el doctor Alvear...
Ocampo bebió un buen trago de vino para darse tiempo y pensar o intentar adivinar qué se proponía este joven.
Él no era adivino ni vidente, pero era consciente que estos personajes —así se refería Ocampo respecto de toda persona que, teniendo una vida holgada, se dedicaba a interferir en el mundo político solo para no aburrirse—, si bien no tenían experiencias prácticas, su labia podía tergiversar todo lo que se le dijera e influenciar con sus palabras positiva o negativamente sobre sus detractores o partidarios.
No estaba en condiciones en estos momentos decisivos para el país, de hacerse notar, lo más conveniente era la clandestinidad y mantener un perfil bajo. Ya habría tiempo de demostrar quién era Pablo Ocampo.
Decidió evitar una respuesta con otra pregunta:
—Y ¿por qué usted se interesa por el doctor Alvear? No es lo que demostró hoy en el almuerzo.
Alfonso rio con aire despreocupado:
—¡Oh, los almuerzos en la casona del bulevar son fatales! Usted comprenderá que se requiere de una gran fuerza de voluntad para no salir disparando —dijo sonriendo—; lo cierto es que me intereso por mi país y me pregunto ¿qué sucedería si Alvear regresara y colaborara con nuestro presidente? ¿Sería eso posible? Verdad es que las relaciones entre estos señores están en un punto álgido. Pero... ¿Qué tanto se ama al pueblo, si no sacrificamos nuestras querellas personales en pos de un bien superior?
Ocampo no se dejaba engatusar con palabras altruistas, el joven quería sonsacarle información y eso era todo.
—Mi querido Alfonso, eso sería extraordinario, pero no sé como podría lograrse; Alvear en Francia, lejos de conocer los pormenores de nuestros conflictos, Yrigoyen aunque honrado y esmerado, no es muy elocuente. No creo que llegarían a un acuerdo tan rápido como para evitar una catástrofe.
—Pero Ocampo —refutó Alfonso, volviendo a llenar el vaso de vino—, todos sabemos que Alvear mantiene ininterrumpida comunicación con sus amigos, si hasta podría asegurarle que a diario recibe correspondencia de aquí. El doctor está al corriente de todo lo que sucede, de modo que con solo regresar...
—Disculpe Alfonso que lo interrumpa, pero, ¿cómo podemos saber qué información se le entrega al doctor? Yo nada sé de muchas cosas, pero sé mucho de chismes e información que no es objetiva. Así es como se resquebrajan las relaciones humanas, cuando nos informamos por quienes nos apoyan y protegen.
»Ya llegará la hora en que estas dos potencias hagan las paces, entre tanto, nos toca a nosotros velar por el país y nuestro presidente.
»El pueblo se está desmembrando, perturbados por la falta de trabajo y el mutismo del gobierno ante sus reclamos. El gobierno no parece reaccionar ante la crisis. Yrigoyen, está dando los últimos manotazos de ahogado intentando nacionalizar el petróleo, pero no tiene el apoyo suficiente ni dentro ni fuera del gobierno.
»Su desconfianza aletarga las decisiones y, sobre llovido mojado, con las dádivas y nombramientos individuales como muestra de generosidad hacia el cuerpo militar, lo único que se logró es el malestar interior en las tres fuerzas armadas que lejos de favorecerlo y darle apoyo, le prodigó una serie de enemigos, diría yo, fatales.
—¡Pero bueno, hombre, parece que usted tampoco lo sigue apoyando! ¿Qué le pasa? Parecería que desea su destitución.
—Se equivoca de cabo a rabo, Alfonso. Lo que le estoy mencionando es la verdad objetiva de los hechos. ¿Quiere un cuento rosa o prefiere la verdad desnuda para saber a qué atenernos cuando llegue el momento de poner los puntos sobre las íes y colaborar con el presidente?
Mientras hablaba se mantenía atento a las palabras y gestos de Alfonso.
«Un niño mimado —pensó—, un grandulón que nunca sufrió los avatares del hambre, la intemperie o el desarraigo». Suspiró, no conseguiría nada tratando de sonsacarle alguna información; era evidente, al menos para él, que este hombrecito era una veleta, jugando con las miserias humanas de acuerdo del lado que mejor sople el viento.
—Bueno, creo que el asadito ya está a nuestra disposición —le estaba diciendo Alfonso.
—¡Al diente entonces! —respondió sonriente Ocampo— y que los amigos nos acompañen. ¡Salud! —dijo levantando el vaso.
La noche transcurrió entre salamines, costillar, vino, chistes, guitarras y canciones obscenas que dejaron exhausto a Ocampo y sin información provechosa para el joven. Para él tampoco.
***
Bien entrada la medianoche fue que se escuchó el sonido del motor de un coche pasando frente a la casa de Aurora, que hacía apenas unos minutos había logrado dormirse, pues había estado revolviéndose en la cama por más de dos horas pensando en ese tal«Alfonso».
***
También a esa hora en su lecho se revolvía doña Eugenia, tratando de adivinar dónde y con quién estaría su esposo en esos momentos.
Salió de la cama, se dirigió al despacho de Gustavo y comenzó a hurgar en los cajones, buscando indicios o pruebas que le dieran una pista. Pero nada halló.
La mañana los reunió a los tres, esposos e hijo en un desayuno silencioso y malhumorado: doña Eugenia por desconfianza y soledad, Gustavo reacio a toda conversación cuando se trataba de dialogar con su esposa y Alfonso que, atrapado por el sueño, no se enteró sino hasta muy tarde ya de la partida de Ocampo a través de un mensaje que dejó en la cocina para los señores.
—¿Estás seguro de que tuvo una emergencia? —preguntaba el padre.
—No lo sé, no creo. No puedo imaginar cuándo se enteró si no lo dejé solo en ningún momento —decía el hijo.
Doña Eugenia disfrutaba de ese contratiempo, aunque se cuidaba muy bien de que lo noten. Ella, que siempre desconfiaba de los cambios y los avances de la ciencia, se felicitaba ahora de haber accedido a que instalaran un teléfono en la casa.
Se dedicó a tomar su café y a leer el periódico para que no le prestasen atención y poder deleitarse como castigo por las salidas nocturnas de su esposo, con el mal humor que lo tendría atrapado todo el día.
***
Ocampo también tomó en ese mismo momento el periódico que le había comprado a un canillita cuando estaba ya instalado en el tren y que, ahora, traqueteaba por las vías cerca de San Pedro. Miró a través de la ventanilla.
—Ya falta poco —se dijo—, ya casi mitad de recorrido hecho.
Estaba deseoso de llegar, no tenía ganas de encontrarse con más personas semejantes a los Del Pinar. Pensó en ellos. No los entendía, una familia muy dispar y, sin embargo, no diferían del resto de la aristocracia, claro que él nunca comulgó con ese estilo de vida a pesar de todo...
Prestó atención al diario, era del día anterior, Dellepiane había renunciado.«Esto es lo que sucede en el país —pensó— mientras yo me rompo el alma hablando con esta gente idiota».
—No, ya no hay vuelta atrás —dijo entre dientes—; ahora entiendo menos la llamada.
¿Cómo sabía el capitán ese dónde y con quién estaba? No tenía idea. A menos que lo estén vigilando. Debería ser más cuidadoso en adelante.
Continuó leyendo la noticia, parecía que el gobierno se había transformado en una batalla campal, ministros contra ministros, cámara contra cámara, y el presidente, ¿dónde estaba? Enfermo, de chochera, decían las páginas del diario.
«Esto se parece a un aquelarre». Pero la mente se le iba en la incógnita de esa llamada. Se dijo que mejor sería cerrar los ojos y descansar porque cuando llegara a Buenos Aires podría dilucidar todas las dudas que tenía y para eso debía estar despejado. Se repantingó en el asiento y se dispuso a dormir.
***
En el mismo momento en que Ocampo se disponía a dormir, Aurora abría los ojos y a través de la ventana vio una mañana espléndida; rodeado de púrpura y rosa aún, el sol se insinuaba brillante. Se desperezó, del otro lado de la puerta oía los ronquidos de Nucha.
Sonrió, y al darse cuenta de ello, dejó de hacerlo, pero... ¿Qué le estaba pasando? En otro momento le hubiera causado rabia escucharla y se le hubiera antojado ir a golpearle la puerta para que deje de roncar y se levante a preparar el desayuno. Pero hoy no, hoy necesitaba un poco de tranquilidad para disfrutar del nuevo día o... ¿De la nueva Auri?
No importaba el motivo, hoy se sentía distinta y esperaba que le durara un buen tiempo porque le hacía bien.
Atravesó el cuarto, se topó con el espejo que colgaba tras la puerta, se detuvo y se observó. Se miró con benevolencia y se dijo que al fin y al cabo Nucha tenía razón, no se le notaba tan horrible el rostro cuando a este le agregaba una expresión risueña. Tal vez, si dejaba que el cabello creciera un poco más abajo de los hombros, cubriría parte del cuello y ya no se verían las marcas de su solitario destino.
—Sí —se dijo—, eso haré.
Salió silbando de la habitación, pero no llegó a la cocina. Unos golpes en la puerta la enfrentaron con una nueva y dolorosa realidad.
—¿La señorita Aurora Fabia Espasa Doliva?
—Sí.
—Telegrama para usted.
Aurora comenzó a temblar.
—Firme aquí por favor.
—Bien.
—Buena suerte señorita —dijo el cartero y colocándose la gorra desapareció tan silencioso como había llegado, llevándose con él todo lo hermoso que traía ese nuevo día.
Ella sabía con certeza que nadie de la casa paterna mandaría un telegrama si las noticias no fueran nefastas. Con manos temblorosas lo abrió. Leyó su contenido y el papel se le cayó de las manos.
Don Apolonio Espasa y doña Bruna Doliva de Espasa estaban muertos.«Por accidente», decía el telegrama. Se la requería con urgencia en Buenos Aires para la sepultura.
Sin esperar nada preparó un mínimo equipaje y partió para la estación de tren, dejando echa un mar de lágrimas a Nucha.
En la hora precisa en que Alfonso Del Pinar tomaba posesión de su escritorio en la casa de gobierno de la provincia.
***
Raudo pasó el secretario personal de Cello con una serie de carpetas hacia el despacho del gobernador. Su cara era poco inspiradora y apenas si movió la cabeza a modo de saludo.
—¿Qué sucede hombre que está tan contrariado? ¿Lo puedo ayudar?
El hombre giró hacia Alfonso que a su vez sacaba algunos documentos del archivo.
—No se moleste en comenzar ningún trabajo Del Pinar —dijo tétrico—, no creo que lleguemos al final de esta semana. Mejor prepare sus cosas y ponga en orden los trabajos concluidos y procure que todos estén debidamente cumplimentados y firmados. Aunque... no sé si vale la pena.
Y diciendo esto desapareció tras la puerta.
Alfonso se daba clara cuenta de lo que esto significaba, solo que no podía creer que fuera tan pronto. ¿En qué situación quedaría él ante el próximo gobierno? ¿Qué medidas tomarían? ¿Quién se haría cargo del gobierno de la provincia? Muchos nombres se barajaban en los distintos mundillos a los que él era asiduo, sin embargo, no se sabía con certeza.
Se decía que el golpe se estaba preparando en beneficio del pueblo. El semanario La Nueva República no se cansaba de gritar: «hay que sacar las tropas a la calle»; y el Crítica vociferaba: «La situación del país es una bomba que no tardará en estallar». Las reuniones entre civiles y militares en el Círculo de Armas, nunca fue un secreto y muchos se vanagloriaban de ello. La ola de desprestigio contra el gobierno y su presidente muy pronto hicieron mella en el pueblo.
«Es una pena —pensaba Alfonso, mientras comenzaba a ordenar documentos—, que el pueblo se olvide tan pronto quién fue el primer presidente que los protegió, que se opuso a las fuerzas extranjeras y la oligarquía para defenderlos. Creo que no se dan cuenta de lo que este acontecimiento va a traer aparejado».
—¡Ay Dios, qué negro se ve el futuro! Si tan solo hubiese sido un poco más práctico —decía pensando en el presidente—, un poco más atento a las necesidades en su conjunto.
—¿Qué sucede señor Del Pinar? —preguntó el ordenanza que le traía un café.
Del Pinar se puso de pie, guardó una serie de papeles y documentos en su portafolios y como si aún estuviera solo continuó enfervorizándose mascullando su propia perorata.
—¡Rumores!, rumores por todos lados y no hiciste nada, no te defendiste y no defendiste a tu pueblo, si al final te traicionó tu incapacidad de confiar en los verdaderos patriotas. El Crítica no hizo más que destituirte antes de tiempo con su palabrerío lleno de falsedad y por demás de mordaz, ahora solo lo harán en forma oficial. ¡Carajo! Nos dejaste abandonados, tiraste la toalla sin darte cuenta, por testarudo. Ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Dónde estás ahora?
Salió dando un portazo y dejando al ordenanza asombrado y con el café en la bandeja, el que una vez solo se lo tomó para festejar de antemano los acontecimientos que ya se anunciaban con bombos y platillos y que el único que no había tomado conciencia de ello era el presidente.
Y no paró de murmurar hasta que llegó a la puerta del despacho del gobernador que como era obvio no lo atendió porque estaba reunido con sus ministros dando las últimas órdenes que consideraba precisas para dejar todo lo más claro y en orden posible.
Y aunque siguió despotricando y murmurando contra todo lo que se le cruzaba en el camino, se fue pensando en Cello, en el hombre, en su trayectoria, en su trabajo y honestidad. Siempre consultando cada acción, cada detalle con él, el jurisconsulto, para que nada estuviera fuera de la ley.
«Pero ¿a quién le importaba todo eso ahora? ¿Quién se pondrá de su lado cuando esto se venga abajo? ¿El pueblo? No, el pueblo tenía hambre, necesidades básicas que no les permitían sacar las narices del plato aún vacío y mirar un poco más allá. Seguro que se alegrarán, soñando con un futuro inmediato mejor. ¡Como si la felicidad y el bienestar general fueran tan fácil de conseguir, tanto como si se sacara de la galera un conejo!
¿En los burgueses? No, la clase media medía la bonanza de un buen gobierno a través de las cuentas bancarias y sus billeteras, y no había billetera burguesa que tuviera fondo cuando de dinero acumulable se tratara, ellos también disfrutarían.
¿Tal vez los oligarcas? Maldito si confío en ellos alguna vez. Soltó una carcajada amarga. Yo soy uno de ellos; mi padre, mi madre lo son. Sí, en especial ella, la de “cuna de oro”. ¿Qué tan contenta estará, cuánto disfrutará de esta derrota política, de que por fin se limpie de mediocridad el gobierno de su amada provincia, y desde luego, de su país?
Pero... ¡Dios!, ¿habrá alguno capaz de vislumbrar lo que el destino les depara? ¡Un golpe de estado! Un maldito golpe de estado. ¡Dios! ¿Sabrán todos, todos ellos lo que significa tener las armas en el poder?»
Llegó a su casa aún derrochando un aluvión de palabras innecesarias, nadie lo escuchaba. Todos medían la vida de acuerdo a su conveniencia. Ocampo tenía razón y él no fue del todo sincero con el hombre, pero, ¿Ocampo lo fue con él?
Recorrió la casona, pero no halló a su padre, según los sirvientes, había partido apenas él se hubo marchado a la casa de gobierno y no quería hablar con su madre. Si no estaba al tanto de la situación, preguntaría por qué no estaba en su trabajo y debería contestar; y si estaba, no quería ver en ese rostro enérgico, esa mirada displicente que ponía para no decir:«¿no te lo había dicho ya?»
No podía estarse quieto, no sabía qué hacer.
Le dolía la incompetencia del gobierno, la ignorancia de la gente, el egoísmo de todos, incluso el propio. No, no se quedaría aquí, esperando indolente a que llegara la hora aciaga.
Partiría a la capital. Necesitaba saber, ver, cerciorarse. Necesitaba creer que todo esto también era un rumor.
No esperaría el tren, iría en su propio coche, aunque el viaje se le torne pesado, de todas maneras tenía muchas cosas en qué pensar. No sabía muy bien qué camino tomar, pero se las arreglaría, por lo general este tipo de viajes se hacían en tren o con chofer, pero no tenía ganas de dar explicaciones en la casa. Iría a la buena de Dios.
En todo esto pensaba mientras atravesaba la ciudad y descubría que el movimiento no era el normal, se sentía la tensión en el ambiente. Personas caminando sin rumbo fijo, grupos conversando en las esquinas señalando el contenido de alguna página del diario, algunos preocupados, los más agitados; era evidente que algo se estaba gestando y los comentarios volaban de una calle a la otra.
Muy ofuscado estaba ante esta situación pero también triste...
No la vio, el grupo de esa esquina se dio vuelta para ver que sucedía, una mujer soltando la escoba se tomaba la cabeza con ambas manos y comenzó a gritar. Frenó ante el impacto.
En un principio pensó que era algún animal vagabundo, pero la gente se acercaba corriendo. Bajó del coche.
Se quedó sin aliento, una mujer estaba de rodillas gritando improperios a diestra y siniestra, tratando de quitar bajo la rueda de su coche una maleta que se había partido en dos. El pequeño sombrero que llevaba en la cabeza se le había torcido y el tacón de uno de sus zapatos quebrado.
—¡Grandísimo idiota! —gritaba—, ¿es que no sabe conducir? ¿Es miope, estúpido o qué?
Y ante el intento de las personas de querer ayudarle:
—¡Déjenme tranquila! ¿Es que no tienen otra cosa que hacer? Estoy bien, estoy bien —decía mientras trataba de quitar partes de la maleta destrozada— yo puedo sola, ¡déjenme en paz!
Poco a poco las personas se fueron dispersando, era obvio por la forma de gritar y moverse que la mujer se encontraba bien y no necesitaba ayuda. Con ese carácter poco es lo que podían hacer y no tenían ganas de recibir un golpe de puño cerrado como le sucedió a un hombre que tomó algunas prendas que estaban desparramadas.
—¡Quite sus sucias manos de mi ropa! —gritó acalorada.
Ante semejante actitud, Alfonso se tranquilizó, no había pasado nada después de todo. Esperaría a que la mujer se apacigüe y luego le hablaría, y no hizo falta esperar mucho, en cuestión de unos minutos la mujer se paró y lo vio.
—¿Y usted qué mira? —le espetó indignada.
—Bueno —repuso Alfonso entre sorprendido y risueño—, estoy esperando que junte sus pertenencias y así poder continuar mi camino.
—¿Y quién se lo impide?
—Pues este es mi coche y usted está frente a él, solo espero que concluya para pedirle disculpas y poder continuar.
—¡Ahh! —contestó la mujer poniendo a modo de asa de jarro los brazos y los puños sobre las caderas— ¿Así que usted es el inescrupuloso y torpe conductor de este cacharro?
Alfonso estaba cada vez más divertido y asombrado, no podía creer en la fiereza con que trataba a las personas esta mujer. Se contuvo de explotar en una carcajada, ya que pasado el susto se daba cuenta de que esta se hallaba en perfecto estado de salud.
—Bueno, así es...
Aurora no lo dejó terminar.
—¿Y cree que una disculpa será suficiente? ¡Mire lo que hizo con mi maleta, mis zapatos! —el sombrerito, que se le caía por el costado, lo arrancó de un manotazo —¿y mi sombrero? ¿Cree que una disculpa es suficiente?
—¡No claro que no! —contestó el hombre—, estoy dispuesto a enmendar esta situación y acercarla a donde quiera ir, luego de reponer su maleta, sus zapatos y su sombrero.
—Muy bien —dijo Aurora esbozando una sonrisa burlona—, ¿así que piensa acercarme a mi destino y reponer mis bienes destrozados?
—Así es.
—¿Seguro?
—Pues claro —alardeaba Alfonso—, ¡faltaba más!
—Bueno, —dijo Aurora subiendo al coche y tirando la maleta destrozada y su contenido en la parte trasera— pues andando.
Alfonso se sentó frente al volante y preguntó:
—¿A qué lugar debo acercarla?
—A Buenos Aires.
—¿A Buenos Aires? —preguntó estupefacto.
—Además de incompetente, ¿es sordo o es que ya no quiere cumplir su palabra? —dijo triunfante Aurora al ver la cara de sorpresa del hombre—, así son todos —continuaba— puro bla bla, pero cuando las papas queman desaparecen.
Alfonso, no podía interrumpirla, ninguna mujer que había conocido en su vida —que habían sido muchas y de toda clase—, se expresaba de esa manera. Burda, diría su madre, pero a él le divertía. Se había topado con una mujer belicosa, por cierto que sí, pero valiente y frontal. La dejó continuar.
—Creen que porque tienen un cochecito son importantes y pueden llevarse el mundo por delante y hasta faltar a su propia palabra. Tengo que llegar a la capital —decía Aurora y se le ensombreció el rostro— a como dé lugar y lo más rápido posible y no será usted quien me retenga aquí. Estoy convencida de que a estas alturas el tren estará ya en Rosario, usted distrajo mi camino y a usted le corresponde enmendar su falta —dijo cruzando los brazos en su pecho—, me llevará a mi destino le pese o no.
Alfonso puso en marcha el Pontiac azul renegrido, y el sereno ronroneo del motor empezó a tranquilizar a Aurora, que miraba al frente con obsesión para evitar que el hombre vea las lágrimas que, no sabía si por angustia, dolor o impotencia, se le estaban escapando.
Lágrimas que Alfonso descubrió en el acto, pero que no se atrevió a preguntar la razón, ya se lo diría ella cuando lo creyera conveniente, por lo menos ya no hablaba y eso era un gran alivio. También él tenía cosas en qué pensar y el silencio le vendría bien. Pero primero debía cumplir con su palabra.
Se dirigió a la zona comercial de la ciudad, se detuvo frente a un local donde vendían zapatos. Miró a Aurora y le preguntó:
—¿Le parece bien este lugar? ¿Cree que podremos conseguir unos zapatos como los que lleva?
Pero Aurora no contestaba, ahora que se había tranquilizado, estaba evaluando sus actos y tuvo que dar la razón a su madre cuando decía que era una deslenguada. ¡Su madre y su padre! Ya no estaban con ella, ya jamás la regañarían.
—¡Señorita por favor! —le decía con suavidad Alfonso—, acepte mis disculpas y permita que enmiende mi falta, dígame si le conviene este lugar y bajaremos y comprará lo que desee.
Aurora miró hacia el local, varias personas se veían a través de la vidriera, se notaba que era un local lujoso e instintivamente cubrió con su mano la parte afectada de su rostro. No, ella no entraría allí, recordaba muy bien las miradas furtivas cargadas de repugnancia cuando iba de compras con su madre en Buenos Aires.
Se había acostumbrado a sus marcas y había olvidado cubrirlas en el apuro de llegar a la casa paterna.
—No —dijo aún protegiendo con la mano el rostro—, no bajaré, vaya usted y compre lo que le parezca conveniente.
Así como de las lágrimas, también de esto se había percatado Alfonso, pero tampoco dijo nada. No tenía ningún derecho a entrometerse en la intimidad de esta mujer que hacía apenas hora, hora y media había llegado a su vida de una forma intempestiva, haciéndole olvidar su cometido. Bajó del coche, lo rodeó y se acercó a la ventanilla del lado opuesto.
Aurora, ahora consciente de su situación, levantó el cuello de su liviano abrigo.
—Dígame señorita, la talla de su calzado y yo se lo traeré.
—Treinta y siete —dijo Auri bajando la vista—, que sean negros.
—Muy bien.
Al cabo de un rato, apareció un joven que cargaba varias cajas de distintos tamaños y las depositó en la parte trasera del coche. Alfonso le dio una propina y se sentó dispuesto a conducir. Puso el motor en marcha.
—Bueno —dijo sonriendo—, una parte ya fue reparada si es que es de su agrado. Ahora la llevaré a Buenos Aires.
—Solo era un par de zapatos —dijo Aurora mirando hacia todas las cajas que habían sido depositadas en la parte posterior del automóvil—, parecería que quiere comprar mi perdón.
—No —dijo Alfonso—, solo su alegría, se la ve muy triste y además no solo eran sus zapatos, también su maleta y su sombrero. Ahora, ¿partimos para la capital?
—No, ya está bien así —dijo Aurora compungida—, no hace falta. Si he de serle sincera, yo crucé la calle sin prestar atención, usted solo tuvo la mala suerte de toparse conmigo, además el tren rato hacía que había partido. Lléveme a la estación de tren ya vendrá otro y podré marchar.
—No hasta el atardecer y usted tiene urgencia en llegar. Además, hacia Buenos Aires iba cuando me topé con usted. Será bueno tener compañía en un viaje tan largo.
Ante esta confesión, Aurora comenzó a ofuscarse otra vez creyendo que el hombre se había burlado de ella, pero pensando en su madre se dijo que por una vez en su vida debía hacerle caso y tener el buen tino de mantener la boca cerrada.
Sonrió.
—Entonces, partamos lo antes posible.
Casi cuatro horas le llevó a Alfonso llegar a Rosario y para entonces el mediodía había pasado, tenía hambre y las piernas entumecidas. No es que no supiera adónde se dirigía, pero estaba muy tenso con lo sucedido hasta el momento. Tenía que reconocer que fue una mañana muy desconcertante, tan desconcertante como la mujer que tenía a su lado, que durante todo el trayecto permaneció en silencio, sin cuestionarle en ningún momento su manera de conducir.«Parece —pensó— que todo lo que tenía que decir respecto a este hombre al volante ya lo dijo antes».
—¿Tiene hambre? —preguntó Alfonso—, porque podríamos parar y descansar un poco.
—Yo preferiría continuar —dijo la mujer—, pero usted es el conductor y deberá decidir cuando parar y cuando seguir.
—Sé que lleva prisa —dijo Alfonso—, yo también, pero es necesario que descansemos un poco y comamos, después el recorrido se transformará en un largo y tedioso trayecto y no conozco muy bien los caminos que puedan llevar a algún poblado, será mejor que lo hagamos aquí.
—Entonces —dijo Aurora arrodillándose sobre el asiento— deberé calzarme como corresponde.
Comenzó a abrir cajas y se encontró con tres pares de zapatos y no sabía cuál elegir, tomó uno de cada caja y dijo:
—En verdad que no puedo decidirme. ¿Cuál prefiere usted?
—¡Oh yo no sé mucho de estas cosas! —dijo contento por el cambio en el tono de la mujer—, pero creo que tomaría los que llevan cintas a los tobillos.
—¿Por qué?
—Porque marcarían las hermosas piernas que posee.
Aurora se sonrojó, no pudo contestar nada.
Después del almuerzo, se demoraron casi una hora paseando, estirando las piernas por la plaza 25 de Mayo, en silencio, respirando el aire verde. Cada uno metido en sus pensamientos.
Alfonso se sentía más tranquilo, aunque no menos preocupado, pero era consciente que hasta que no acontezca lo irremediable, había una esperanza, aunque sea remota y no dependía de él. Aurora, por el contrario, estaba bastante contrariada, no estaba en paz con su conciencia porque aunque lo obvio era que estuviera triste, desolada, lo único que deseaba es que este momento no pasara nunca. Estaba persuadida que eso era lo más parecido a la felicidad que ella lograría conseguir en su vida.
—Creo —dijo Alfonso, mirando la hora—, que debemos continuar, las agujas se acercan a las tres. Nos hemos demorado demasiado.
—Si, demasiado —repuso Aurora, aunque no estaba convencida de ello, hubiera deseado demorarse toda la vida— será mejor que partamos.
El viaje continuó en silencio, pero ahora Aurora se sentía más dispuesta a relacionarse con el hombre, había demostrado ser un caballero. Sonrió, pensó que solo a ella se le ocurriría creer que algún hombre podría mirarla como a una mujer; que alguien podría acercarse a ella sin sentir repulsión. Se consideró una estúpida. Alfonso que la observaba preguntó:
—¿En qué está pensando?
Aurora se sobresaltó.
—Nada en especial —mintió—, solo en cuánto falta para llegar.
—Bastante, solo un par de horas hemos andado, creo que hemos pasado San Pedro. La noche nos va a hallar en el camino. ¿Le asusta eso?
—Para nada, he acompañado en muchas ocasiones a mi padre en sus distintos viajes de negocios e incluso he conducido cuando él estaba agotado, no en la ciudad, claro, me falta experiencia y tal vez coraje.
—No la imagino temerosa —dijo el hombre—, diría más bien temeraria.
—Sí —repuso pensativa Aurora—, tal vez.
Así comenzó una conversación que duró todo el trayecto, hablando un poco de todo, pero sin inmiscuirse en la intimidad ni de uno ni de otro. El tiempo pasó rápido y ya se presentía el atardecer cuando llegaron a Zárate. A pesar de que se detuvieron a descansar y tomar algún bocadillo de media tarde, Aurora insistió en llegar a destino en el menor tiempo posible y Alfonso que se sentía en falta con la mujer no se atrevía a preguntar.
Un aperitivo rápido fue una especie de cena anticipada que Aurora casi no probó, se sentía observada por la mujer que atendía el lugar y trataba de cubrir su rostro de todas las maneras posibles y tanto era su incomodidad que Alfonso decidió abordar el tema:
—No se cubra señorita, es usted una mujer hermosa, si no la saben apreciar es problema de ellos.
Aurora se ruborizó hasta las orejas y agradeció con una sonrisa las palabras del hombre.
—¿Sabe —dijo—, que hemos estado viajando juntos todo el día y aún no nos hemos presentado? Soy Auri— y extendió su mano.
El joven sonrió y la tomó.
—Es verdad. Yo soy Alfonso.
«Alfonso —pensó Aurora—, otro Alfonso, ¿será aquel tan hermoso y sensible como este?»
—Bueno Auri —continuó Alfonso—, ahora podemos partir hacia su destino como amigos.
Continuaron el viaje y apenas la noche se enunciaba con las primeras estrellas ya se hallaban cerca de la casa de sus padres. Descubrieron un grupo de personas en la vereda, luces encendidas en toda la casa y Aurora hizo que se detuviera en la esquina.
—Aquí está bien Alfonso. Aquí termina su deuda conmigo, la ha pagado con creces y estaré siempre agradecida.
—Muy bien —dijo Alfonso deteniendo el coche y ayudando a Aurora con su equipaje—, ha sido un viaje largo, pero provisto de buena compañía por lo que me pareció extremadamente corto. Yo estaré en Buenos Aires algunos días, tal vez un par o una semana y si no la incomoda pasaré a verla cuando sea el momento de partir, tal vez quiera acompañarme en mi regreso aunque no sé el motivo de su viaje.
Aurora agradeció su intención y dijo que lo esperaría. Comenzó a caminar en dirección a las luces y como si de pronto recordara algo, se dio vuelta y le dijo:
—¡Ahh!, el motivo de mi viaje es la sepultura de mis padres, que murieron ayer en un accidente.
Le dio la espalda y muy rígida se internó en los jardines de la casa. Alfonso quedó mudo, no le dio tiempo a nada. No podía dejar de asombrarse de esa mujer, de la dureza con que estaba hecha, otra en su lugar habría llorado mares, sin embargo, Auri —así fue como se presentó—, mostró tal entereza digna de un hombre. Tal vez más.
Claro que regresaría, quería saber más de ella. Necesitaba saber más...
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